EL "POCHO" ASTRADA
Primer año en el cole, me toca Pérez Diez, famoso profesor de historia, más que nada por lo “turro”.
Si su fama daba miedo, imaginate lo que era verlo entrar a la división. Se me fruncía el… estómago. Un silencio…
Teníamos que estar bien preparados para el temido momento en el que mencionaba tu apellido y pasabas al frente. Hablabas solo o sola, del tema correspondiente, en lo posible sin temblar, o al menos que no se note, o que se te note poco.
Para poder llegar a esa instancia sin desmayarte entre banco y banco camino al estrado, «Voldemort» nos recomendó, y nosotros seguimos fielmente su recomendación, leer el material de los libros, hacer un resúmen de lo leído y finalmente confeccionar lo que el denominaba una “guía de exposición”, una especie de machete legal con el que podíamos ayudarnos al momento de nuestra presentación.
Imaginate, a los 13 años, concentrado en el aquí y ahora por horas, leyendo, resumiendo y sintetizando en una guía de exposición, con mi viejo diciéndome «Concentrate en lo que estás haciendo», si levantaba la cabeza del libro. ¡Otra que Mindfulness y la meditación activa!
Como a vos te pudo haber pasado, estudiaba para aprobar y dos horas después no me acordaba nada, pero la técnica la sigo usando, para poder sintetizar la esencia de cada conocimiento.
Siempre me gustó venderme como inteligente en público, en sus clases participaba mucho y él parecía haber comprado. Hasta que vino el primer parcial. Nos eximíamos con siete, y me saqué un seis. Cuando leyó mi nota, me miró y dijo: “Bek, mucho ruido y pocas nueces…”
De historia sigo sin acordarme nada, pero me llevé otro aprendizaje para toda la vida: El verso no califica. Hechos, no palabras.
Uno de los puntos preferidos de Pérez Diez era el “Pocho”, un compañerazo, grandote, divertido, leal y más bueno que Lassie atada. En el cole no pegaba ni con la gotita y «Freddy Krueger» lo tenía de punto y le hablaba con tonito socarrón.
Y llega el día más temido. Pérez Diez lo llama a dar lección. El Pocho sube al estrado con su guía de exposición, adivinando lo que había escrito porque él mismo no se entendía la letra. Como quien no puede creer lo que está viendo, Pérez Diez agachó la cabeza y dijo: – Tráigame su resúmen.
Los resúmenes del Pocho eran obras de arte de la literatura popular, famosas entre nosotros.
Astrada va hasta su pupitre, acompañado por 54 ojos, PD no lo miraba. Vuelve con el resumen y se lo dá. Haciendo uso de su incomparable parsimonia torturante, el temido se acomoda las gafas, lee un poco de la primera hoja y sin levantar la cabeza, como en cámara lenta, va extendiendo su mano izquierda llevando el resumen de regreso a su autor y como surgiendo del averno se oye una voz diciendo: “Leeeaaaaloooo….”
Astrada tomó el resumen en sus manos, nos miró a todos, se paró derechito como quien se apoya en el paredón y comenzó a leer su obra cúlmine:
“… El puto de Belgrano estaba contento porque había cagado a palos a los gallegos en Tucumán y Salta, hasta que lo hicieron mierda en Vilcapugio y Ayohuma y se le terminó la joda…”
El Pocho Astrada culminaría ese año con su paso por el colegio.
Amigo y buen compañero, mío y de todos. Nunca perdió su ánimo, ni siquiera sabiendo que el año siguiente ya no seguiría con nosotros. Nunca fue violento a pesar de los gastes que se comía, se reía, sin hacer valer su fuerza y su tamaño; salvo cuando empujó y desparramó a uno que me dijo «Judío de Mierda».
La vida quiso que un día se le ocurriera venir a visitarme de sorpresa, sin avisar, no existía el Whatsapp, ni siquiera los celulares y no necesitó tocar el timbre, que en esa época sí se usaba, porque yo estaba en la puerta con algunos primos. Desde la esquina se escucharon sus inconfundibles gritos, saludando, sonriente, con paso torpe de grandulón en pleno desarrollo, y me saluda como siempre con un abrazo y dos «palmaditas» en la espalda. Observa a su alrededor como quien no entiende tanta calma, me mira y me pregunta: – ¿Qué pasa?
Con una sonrisa suave haciendo lo posible por ser delicado le dije: – Estamos velando a mi mamá.
Su cara enrojeció y sus ojos brillaron como gritando un “Nooo“ desesperado y sin emitir sonido alguno, contuvo sus lágrimas hasta que le explotaron y me envolvió con un abrazo que podría sostener en el aire a un elefante desmayado. Adentro de ese pedazo de abrazo me relajé, me sentí protegido, en paz. En el abrazo del Pocho, un pendejo de 14 años bien parido, fundador de la empatía.
Pérez Diez fue uno de mis profesores. Del tan temido y odiado, aprendí un método que no tenía que ver con cuántas batallas ganamos o perdimos, putas historias de guerras. Pero como bien podrás imaginar, MI MAESTRO de primer año, siempre fue El “Pocho” Astrada. ¡Poco ruido, muchas Nueces!
Sergio Bek